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viernes, 16 de diciembre de 2016

Inocencio Haedo, el labrador de las canciones castellanas

(Ritmo: revista musical ilustrada, nº 16, 30 de junio de 1930, p. 4-6)

Por Juan Manuel Prieto

Una sorpresa, una gran sorpresa me aguardaba en el Teatro de la Zarzuela. Era nada menos que la revelación Castilla cantora, de Castilla la madre, el solar de la raza, la mil veces gloriosa, sufrida y valiente, hoy más que nunca, por sufrir resignada las necedades que de ella dicen y escriben gentes que no la conocen y por recibir hidalgamente a pintores que tan mal la retratan, llevando por el mundo una visión anémica y tétrica quien ni fue ni puede ser como esos visionarios quieren que sea.

En el escenario de la Zarzuela, un ramillete maravilloso de gentiles damiselas bonitas, vestidas de blanco, y un grupo de muchachos jóvenes, correctos dentro de su traje de etiqueta; y al frente de ellos un hombre fornido, alto, de hirsuta barba -amalgama de oro y plata- y ojos azules, dominantes y sugestionadores.

En la sala, el alma de Castilla, creciendo, entrándose en todas las almas, poniendo honda emoción en todos los pechos y mostrando, al conjunto de sus raciales canciones populares, que vive y siente, alienta y ama, diciendo en las melodías de tierras llanas, que no es decrépita ni agoniza, como han pretendido muchos que de ella hablaron.

Los cantores -formidables cantores- las muchachas bonitas y los jóvenes correctos, han sido la prueba más rotunda de lo mucho que a Castilla se la desconoce; tanto, que hasta se ha lanzado la horrenda blasfemia de que Castilla no cantaba.

El paladín defensor de la llanura, cruzado intrépido de una cruzada de arte, se llama Inocencio Haedo. Es cántabro, nacido allá por los días de 1878, en la única provincia de Castilla que se asoma al mar, en Santander, y son sus huestes unos cuantos muchachos y unas cuantas señoritas, que, caballeros de un noble ideal, van a hacer que a Castilla se la conozca, y al conocerla se la rinda justicia.

Yo hubiera querido hablar en Madrid con el director de la Real Coral Zamorana, pero la casquivana casualidad se empeñó en lo contrario, y quieras que no, hube de ir a Zamora para interviuvar a este hombre, figura hasta hoy casi desconocida, pero interesantísima, reveladora de lo que pueden un espíritu y una voluntad al servicio de un ideal elevado.

Y heme en Zamora, una ciudad a la que la historia conoce con el nombre de "la bien cercada", plena de evocaciones y sugerencias, guardadora de magníficos monumentos románicos, cuyas piedras viejas parecen coágulos de sol, y en cuyas calles vetustas el tiempo parece no existir.

Inocencio Haedo y yo marchamos por una carretera recta, rayo de inquietud que rasga la llanura de castos colores en la hora silenciosa del véspero.

A los lados, tierras de labor cubiertas con el oro promesa de las mieses; lejos, los puntitos perezosamente movibles de unas yuntas, y al fondo, unos pueblos en silueta, que parecen ocultarse tímidos tras las lomas de tierra, mostrando sólo el rubor de sus tejas.

Avanzamos calmosamente. En uno de los frecuentes altos con que, para discutir, interrumpimos la caminata, mi acompañante me dice:

-Perdóneme que le haga pasear para logar su propósito de interviuvarme; pero no me ayuda otro remedio. Es mi única hora libre y la aprovecho para tomar un poco de aire y saturarme de Castilla, el gran amor de mis amores.

Y charla que te charla y anda que te andarás, mi interlocutor, en una conversación ingeniosa, salpicada

con frecuencia de pintorescos y humorísticos comentarios, me ha contado su vida.

-Dígame, D. Inocencio.

-No, por Dios -me ataja, llevándose las manos a la cabeza-, D. Inocencio sólo me llaman las monjitas y los sacerdotes; Haedo, simplemente, la mayor parte de la gente, y maestro los muchachos de la Coral y mis amigos. Usted puede llamarme como quiera, menos D. Inocencio.

-Pues bien, en maestro le dejamos, ¿quería usted decirme cómo nació la Real Coral Zamorana?

-No crea que fácilmente. La Coral es un producto de largas cosechas, he tenido que sembrar y seleccionar mucho para poder conseguir un fruto en razón.

-¿Entonces, es ya el logro de una labor premeditada y llevada sin titubeos y directamente a la práctica?

-Tampoco crea esto. La actual Coral es hija de un orfeón titulado "El Duero", que yo fundé hace unos veinte años, y con el cual recorrí triunfalmente algunas capitales españolas, consiguiendo con él clamorosos éxitos en Madrid, Barcelona y Salamanca. En esta última población, en certamen de Orfeones, obtuvo el primer
premio. En Madrid logré que una de nuestras canciones castellanas, "Tierras llanas" se titulaba, obtuviera también un primer premio.

-La Coral es, puede decirse, la continuación del Orfeón "El Duero", ¿verdad, maestro?

-Ni mucho menos -responde prestamente Haedo-. Entre aquél y ésta media un abismo. Aquellos eran unos muchachos artesanos, que cantaban solamente por el placer de cantar, y los componentes del coro actual son muchachos mucho más cultos, empleados en su mayor parte, industriales, ingenieros, médicos, pintores, periodistas, etc., que sienten todos la satisfacción de hacer arte, y amantes de Castilla, obedecen gustosos cuanto les mande, por ver triunfar la tierra nativa envuelta en los ropajes de sus canciones.

-Su labor de ahora ha de ser, por tanto, menos ingrata que la de antes.

-Cierto, cierto. Hoy en la Coral hay mucha gente que sabe música, sobre todo las señoritas, entre las cuales tango algunas profesoras de piano.

Como yo hiciese un elogio del prodigioso dominio de matiz y empaste que es la Coral de Zamora, Haedo me arguye:

-Eso es fruto de un ensayo constante ininterrumpido. Todos los días ensayamos dos horas; tal es nuestro secreto.

Calla mi interlocutor. Sus ojos, del mismo color del cielo vespertino, miran vagamente a lo lejos; y así caminamos en silencio, hasta que una nueva pregunta mía lo distrae de su cavilar.

-Dígame, ¿usted es castellano?

-Sí, señor; nacido en Castilla la Vieja, en Santander, donde estuve hasta los catorce años, en que vine a Zamora y a la cual no he vuelto a abandonar. Por cierto que de Santander tengo un recuerdo imborrable; mire. Al decir esto me muestra una profunda cicatriz que cruza su frente y me explica:

-Jugaba yo en el muelle y contemplaba con curiosidad de chico el incendio del vapor "Machichaco", que ardía en la bahía, cuando sobrevino la explosión, y uno de los cascotes me alcanzó; pero lo más desagradable fue que al volver a mi casa, me encontré con que ésta había desaparecido a consecuencia de la misma explosión. Y en Zamora -agrega riéndose- me hirió otra aún más grave, la del amor, causándome tales lesiones que sólo pude curarlas con el matrimonio.

-Según eso, y parodiando a Gabriel y Galán, ella y el campo le hicieron a usted músico.

-No pudieron ni una ni el otro hacerme músico, porque ya lo era. Yo fui músico desde el mismo momento de nacer, pues cuando vi la luz entoné un aria a la vida, que según mis familiares duró en un crescendo rabioso y consecuente varias horas.


-¿Su primer profesor de música fue...?

-Mi padre, que entonces era fundador y director de la Banda municipal de Santander, y en la que yo ingresé por oposición a los once años como flautín, simultaneando estos estudios con los de violín y piano. A los doce años, con mis compañeros de juegos, fundé un orfeón, del cual me erigí director, y así he continuado, amando el arte sobre todas las cosas, y del arte la música, y de la música las canciones populares.

Las últimas palabras de D. Inocencio -perdón, Haedo, se me ha escapado, despiertan en mí unos furiosos deseos de averiguar, y las preguntas brotan en tropel de mi mente pudiendo, al fin, no
sin gran trabajo, ponerlas en orden.

-Usted dice, maestro, que ama el arte sobre todas las cosas. ¿Qué concepto tiene de él?

-Es tan vario, tan complejo y tan poco corpóreo como puede ser el arte mismo. Creo que las impresiones de arte no pueden expresarse, sino que lo único que cabe es sentirlas, y por eso mismo no creo en moldes nuevos ni viejos, únicamente creo en el arte mismo, y allí donde exista, triunfará, sean modernos o sean
antiguos los procedimientos que se emplearon para lograrlo. Lo que sí cabe es educar a los niños en el ambiente artístico, para hacer más sensible su espíritu. Créame -termina- si nuestras escuelas marcharan al unísono el abecedario y los signos musicales, habríamos resuelto, sin proponérnoslo, muchos grandes problemas. Sobre todo enseñar a cantar, para que cantando se aprenda a conocer la tierra donde nacimos y para que los cantos del pueblo, alma de su alma, no se pierdan.


-De acuerdo con sus ideas, su vida tiene que haber sido un verdadero apostolado musical.


-Puede asegurarlo. Yo en Zamora he fundado cuartetos, orquestas; organicé la Banda provincial, hice funciones teatrales de zarzuela de aficionados, conseguí que se trajeran grandes orquestas, como la Filarmónica; fundé en esta ciudad la Asociación de Cultura Musical y conseguí que grandes músicos fueran conocidos.

-Estará usted ya un poco fatigado de tan ruda labor.

-Todo lo contrario; siento los mismos bríos y las mismas ilusiones que en mis mejores días. Tanto, que ahora estoy tratando de organizar "La Sociedad Filarmónica Zamorana", patrocinada por la revista Ritmo, y, además, me alienta el haber logrado la mayor ilusión de mi vida: el triunfo de la canción castellana y haberlo obtenido con un intérprete como la "Coral Zamorana".

-Magnífico intérprete, maestro, del cual no sólo usted, sino todo Castilla, puede estar satisfecho. De ellos y de usted, descubridor de las canciones del llano.

-Descubridor, no, pues antes que yo Ledesma, Olmeda y otros varios, hicieron excelentes, maravillosos, cancioneros castellanos, a los cuales, el único defecto que les encuentro es el no estar armonizados, para que después todas las sociedades corales pudieran cantarlos y divulgarlos y no sucediera lo que sucede con ellos, que son casi en absoluto desconocidos.

Tiene razón este hombre alto y erguido que marcha junto a mí. No sólo es labor de buscar y recopilar; también lo es de divulgar y de dejar que todos puedan saborear los finos manjares que el arte del pueblo creó. Y siguiendo el hilo de estos pensamientos, pregunto a Haedo cómo busca y pule sus canciones hasta convertirlas en esos cuadros de color, que en la Zarzuela hechizaron a los oyentes.

-No soy yo sólo -me responde- quien busca las canciones, aunque la mayor parte son recogidas por mí de boca de las mismas gentes aldeanas, en excursiones que realizo por los pueblos más apartados de la provincia; son también elementos extraños al coro, como D. Nicolás Rodríguez, beneficiado tenor de nuestra Catedral, o componentes de la Coral, como Manuel Crespo y el solista barítono de ella y excelente pintor Gallego-Marquina, los que verifican excursiones artísticas por la provincia y buscan canciones, que aprenden al oído y que yo después transcribo a notación musical y armonizo. Lo demás lo hace el amor al arte y el cariño a Castilla de los elementos de la Coral.

Calla el maestro su labor tenaz, de nervio vital, de esta magnífica entidad artística; y mis preguntas, para llevarle a este terreno, se estrellan contra su modestia.

-¿A qué cree que se debe la actual preponderancia de las masas corales y qué importancia supone que puedan desempeñar en el desenvolvimiento musical español?

-En cuento a lo primero -me contesta- es fácilmente explicable, puesto que para cantar no se necesitan estudios previos ni condiciones especiales: cualquiera puede hacerlo, y el ejemplo de un individuo que canta, arrastra a los demás. Prueba de ello es que, a raíz de nuestra actuación en León, Palencia, Salamanca y Cáceres, se fundó en cada una de estas ciudades una masa coral. Respecto a lo segundo, no cabe dudar en una beneficiosa influencia, puesto que el individuo que comprende y ama la sencillez de la música popular, lo mismo ama y comprende la belleza de las costumbres o el tipismo de los trajes de esos rincones ignorados que tanto abundan en nuestra península.

No creo que sólo; también, como en los coros se canta la música clásica, el espíritu de los cantantes se afina y sensibiliza.

Nosotros, en este sentido, no hacemos más que seguir lo que ya han hecho otras naciones, Alemania, por ejemplo, donde todas las canciones populares están armonizadas y donde se canta en escuelas, liceos y universidades. Esto que debemos hacer nosotros, se hace ya en algunos Centros, como en la Residencia de señoritas estudiantes en Madrid, y así lograremos salvar el tesoro folklórico nacional, tan rico y tan vario.

-¿No ha investigado usted más que cuestiones musicales?

-Algo más, pues también reúno romances antiguos, de los que tengo una bella colección.

-Por cierto -continúa- que esta afición se despertó en mí por un caso curioso que presencié; verá usted. Vino a Zamora D. Manuel Manrique de Lara buscando romances antiguos, y yo le acompañé por los barrios viejos y arrabales de la ciudad. Encontramos bastantes; mas juzgue usted mi asombro cuendo me dijo que uno que le había comenzado una sefardita en Rumanía y lo había dejado incompleto, terminaba de completárselo una de las mujeres con quienes habíamos estado hablando.

-¿No le ha sucedido nunca nada curioso en la búsqueda de canciones por los pueblecillos de la provincia?

-¡Hombre, sí! -me contesta Haedo, tras unos instantes de reflexión. Fui a un pueblecillo en busca de canciones; en compañía del pintor Gallego-Marquina, y como éste, mientras yo visitaba a las autoridades, extendiera el caballete y se pusiera a tomar unos apuntes de color, las gentes del lugar nos tomaron por funcionarios del Catastro; y creyendo que si cantaban les iban a subir la contribución, se negaron en absoluto. Y a no ser porque el señor cura desvaneció desde el púlpito, al día siguiente, sus injustificados temores, me vengo si recoger unas cuantas tonadas deliciosas que allí encontré.

Veo en el pecho de mi interlocutor lucir el botoncito de caballero de la orden de Alfonso XII y le pregunto si fue ésta su mayor alegría.

-No; la mayor alegría la obtuve con los triunfos de la canción castellana en lugares como Barcelona, y últimamente en el Ateneo madrileño; y mi mayor pena, si es que le interesa saberlo, la muerte de dos de mis hijos varones, en los cuales cifraba la esperanza de continuar mi labor en pro de las tierras de Castilla.

Hace rato que hemos emprendido el regreso. Del pueblo lejano suben hasta el cielo plegarias del humo. Flotante en el ambiente todos los ruidos de la tranquilidad y suenan de una manera deliciosa los trigos mecidos por la brisa y el río, que escurre blandamente por la azuda y canta su canción en las aceñas. Los gañanes, que vuelven jinetes sobre el lomo de la "Mohina" o de la "Cariñosa", nos saludan corteses. Muy dulcemente suena en mi mente la copla del solo de "Pardalas", una de las más bellas canciones de la Coral Zamorana:

"Dice mi morena

que al ir de arar,

la alegría del campo vuelve al lugar"

El maestro ha vuelto a soñar, perdida la mirada dominadora entre las tierras de labor, y en mí toma cuerpo la última pregunta:

-¿Piensa dar a conocer su labor en el extranjero?

-Difícil es esto, pues los elementos de la Coral no pueden abandonar sus ocupaciones mucho tiempo; pero no pierdo la esperanza de cantar en Lisboa, París, Berlín y acaso en América. Aunque es difícil, muy difícil; ahora en Madrid, me ofrecían un contrato por cien conciertos para las principales naciones europeas y americanas; hube de resignarme a no aceptar, y solo les enviaremos nuestra voz en conserva y en unos discos que hemos impresionado hace dos meses.

Estamos nuevamente en la ciudad. El maestro Haedo vuelve a su meritoria y heroica labor de educar voluntades y enaltecer a Castilla, y yo de regreso a la Corte. Un apretón de manos, de esas manos que parecen hacer malabarismos con las voces de sus cantores, y nos despedimos.

Ya en el tren, solo en mi departamento y mientras el convoy cruza la llanura que comienza a ser devorada por las sombras, entono una salve a Castilla, a mi Castilla, la tierra sana y joven, que canta y que ríe, que goza y que ama y que se adorna con los colores más bellos, más suaves y más castos, aunque escritores necios y pintores neuróticos la sientan de otro modo.

















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