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martes, 17 de febrero de 2015

El regionalismo castellano

(Artículo en el diario madrileño El eco del pueblo, 21 de julio de 1917)

Por Francisco Rivas Moreno (Miguelturra, 1851-Ciudad Real, 1935)

Para los hijos de Castilla la idea de la Patria está colocada en el altar de sus más puras adoraciones, y el mayor placer es ofrendarla todo linaje de sentimientos nobles y de acciones generosas, anhelosos de ver a la madre común disfrutar de grandes prosperidades. No tiene, por tanto, el regionalismo castellano ni el más remoto parentesco con el que en malhora propaga Cambó por algunas provincias.

El regionalismo a que aludía el ilustre general Aguilera en un discurso del Hotel Ritz es el que,por nada ni nadie, se presta a debilitar ni romper las disciplinas de la unidad nacional.

Importa mucho al interés público acabar con los equívocos en todo cuanto hace relación con las campañas regionalistas, pues los catalanes que han tremolado esta bandera empezaron las propagandas con palabras tan poco explícitas que dejaban la duda de si abogarían por la descentralización o el principio federativo; pero las intenciones han ido quedando al descubierto a medida que se han creído más fuertes, y Cambó habló en Bilbao con tal desenfado del nacionalismo, que ya no hay que leer entre líneas en los discursos de este propagandista para saber que ni Mella, ni Maura, ni ningún buen español pueden comulgar con sus ideas.

La Vizcaya, en Galicia y en otras regiones de la Península que tienen dialecto propio, los regionalistas catalanes intentan buscar prosélitos, tocando algunas fibras del sentimentalismo, a las que saben ellos que no deja de responder la irreflexión.

El hecho de que los catalanes y vizcaínos enseñen a sus hijos el dialecto en que sus antecesores expresaron los cariños de familia y los amores a la Patria nada tiene que ver con la idea nefasta de querer romper los vínculos de una nacionalidad gloriosa formada por los siglos a costa de innumerables sacrificios.

Para los castellanos, el problema del regionalismo no representa otra cosa que la obra del progreso nacional por medio de la división del trabajo.

Cada región tiene intereses particulares que, fomentados por los que en ella viven con unidad de esfuerzos y aspiraciones que permite el interés común, dará por resultado una mayor cultura y un estado económico más próspero.

La hacienda nacional no es, en realidad, otra cosa que la suma de las regionales, y, por tanto, a mayor prosperidad de ellas corresponderá un mayor florecimiento de la primera.

No tienen los catalanes, ciertamente, la exclusiva en lo que atañe a la protesta enérgica y sincera contra los males del centralismo administrativo; pero el remedio de éstos no se acude tratando de amputar al cuerpo nacional todos los miembros para provocar la muerte, sino aplicando aquellas normas de conducta que el estudio y la experiencia recomiendan como de eficacia bastante para llevar a la normalidad el país.

Hay que agregar, a una descentralización bien meditada, otros particulares, que, si bien no tienen alcance tan extraordinario como esta primera reforma, que pudiéramos calificar de espina dorsal del regionalismo, son complemento obligado de este programa.

Aludo al hecho de que los hijos de cada región sean los primeros en la labor de engrandecimiento de la patria chica, tanto porque, estando llamados a recoger los provechos, sobre ellos pesa la obligación de un concurso entusiasta y decidido, cuando porque, educados en los apremios económicos de la región y en sus necesidades morales y materiales, es natural que a ellos les sea más llano el camino a recorrer que a los extraños al sentir y vivir de comarcas a las que no estuvieron nunca ligados por vínculos de ninguna clase.

Se desenvuelve nuestra vida en una serie de círculos concéntricos; tenemos en la familia los más fuertes afectos; siguen a éstos los del pueblo donde nacimos; después, la provincia; más tarde la región, y, por último, la nación.

Ha tenido la Mancha hijos ilustres a quienes en la historia se dedican algunas páginas escritas con pluma de oro; y, a pesar de esto, no hay en aquella región, para mí tan querida, un monumento que los recuerde a la posteridad, sucediendo esto precisamente en una época en que se ve levantar estatuas a medianías, ayunas por completo de todos aquellos méritos que legitiman estas distinciones sociales.

Siendo Presidente de la Diputación de Ciudad Real propuse a la Corporación, y ésta aceptó por unanimidad, que se levantaran dos estatuas: una a Espartero y otra a Monescillo.

Cuando estos dos grandes hombres llegaron a las más altas jerarquías, de la gobernación del país primero, y del estado eclesiástico el segundo, vivían extraños por completo a la patria chica, porque ésta poco o nada les había ayudado para subir la escala de las altas distinciones. Todo, absolutamente todo, lo debían al esfuerzo individual como ahora sucede al general Aguilera. Muchas personas han creído que Espartero era riojano.

Los tiempos han variado, afortunadamente, y yo me enteré con singular satisfacción de los agasajos y distinciones que hace meses dieron ocasión para exteriorizar los entusiasmos y el cariño con que la patria chica premiaba los relevantes méritos de dos pintores tan eximios como Carlos Vázquez y Ángel Andrade.

Los catalanes, que tanto abusaron del Arancel en daño de las demás regiones, quisieran, para otros efectos, rodear a aquellas provincias con una muralla parecida a la de China persiguiendo un aislamiento que los hechos evidenciarían bien pronto que les era dañoso.

En Castilla no es el egoísmo escudo que pueda amparar las conveniencias de la región.

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